Fuimos muchos los habitantes que no aceptamos la orden de toque de queda, y la vulneramos abiertamente. La mayoría resaltó la marcha que hubo por la tarde en el centro de capital, pero pocos mencionaron lo que pasó desde la madrugada.
El decreto de Castillo regía desde las dos de la madrugada, y a las cuatro, cinco y seis de la mañana ya había peruanos trabajando en la calle. Me refiero al emolientero, al verdulero, al ambulante que no pueden parar un día porque si lo hace, ni él ni su familia comen.
Ellos no podían parar, y menos cuando el Gobierno avisa casi a medianoche, dándole apenas unas horas para cumplirlo. Un ejemplo, es la dama que vende desayuno al paso cerca a mi casa de La Perla, quien salió al inicio con algo de miedo. Me contó que se puso en un sitio no tan abierto, y que al principio no vendía nada porque no había nadie.
"Hay que chambear", me dijo. Luego llegué yo, y me sirvió con confianza en que la dejarían trabajar. Luego llegó otro peruano, también con nuestras mismas ganas de trabajar. Por suerte, los miembros de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional actuaron con tino, tal vez recordando el popular pedido "jefe, sea consciente".
El discurso y el decreto de casi medianoche que lanzara Castillo decía que los servicios esenciales seguirían funcionando, pero se debía sacar el "pase laboral personal" para trabajar, seas militar, periodista, vendedor de comida, trabajador de salud o vigilante.
Si estos limeños y chalacos de a pie no hubieran obedecido el toque de queda desde temprano, no hubiera existido la apertura que permitió la marcha de la tarde. Varios policías y militares me indicaron que sus comandos les habían ordenado solo resguardar el orden público, y no arrestar a gente que necesitaba trabajar.
Parece que habían aprendido la lección de la cuarentena por el Covid-19, cuando patrullaban las calles para evitar contactos innecesarios que propaguen el virus.
En esa época cometieron muchos excesos -arrestar a una familia por reunirse en la sala de su casa a tomar unas cervezas, intervenir a una señora que vendía hamburguesas al paso, o detener a gente que simplemente se quedaba en la calle porque no había transporte público.
En su subestimada simpleza encierran mucha sabiduría. En su sentido del humor incomprendido por las palomillas de ventana, infinito optimismo. En su esfuerzo por derrotar sus limitaciones, la esperanza de todo un pueblo. Gracias totales, vecinos.